Esta guerra no es nuestra.



Digámoslo claramente: la idea dominante en gran parte de la población de que la inseguridad es una maquinación del poder con vistas a lograr el control social en medio de la crisis y la descomposición, es una verdad incuestionable.

            ¿No es pues una paradoja muy grande admitir hasta ahora que el fenómeno de la violencia – con la que se benefician varias empresas capitalistas – sea susceptible de destruir todo el tejido social?

            Todo el sistema social actual está fundamentado en la violencia, en el terror, en las armas de los propietarios privados. Ahora, veremos cómo la violencia adopta uno de los más diversos disfraces.

            El poder del narco despliega un desafío a cualquier legalidad, reprime sin límites, muestra su fuerza por medio del terror sin importarle ninguna noción  de inocencia y de culpabilidad. Pero, su soporte más legítimo es el  INDIVIDUALISMO, el exitismo ampliamente tolerado y aceptado por variadas capas sociales. La nueva configuración ideológica surgida de la supremacía del pragmatismo individualista, provoca también que se acentúen la pérdida de valores, la desinsertación de la solidaridad entre las personas.

            Pero esta larga violencia que de hecho hace crisis cultural, ha afectado con otros signos al entorno de los jóvenes.

            Y bajo esta base corroída de las relaciones sociales, el narcotráfico y el crimen organizado representan para muchos, el negocio más redituable.

            Fármacos y drogas sirven para alterar tanto el pensamiento como la conducta de la clase obrera, sirven para reforzar el retraso de la conciencia de los trabajadores.

            La violencia del narco, desesperada, sin proyecto, sin consistencia, abre nuevos focos de poder que resquebrajan la democracia, es la imagen recrudecida de un período de decadencia, de un tiempo de no futuro que acelera la cultura del dinero “todo y pronto ya”, la falsa abundancia y el bienestar, las tendencias todas ellas de moda que legitiman la aprobación muda, pero eficaz de una época disciplinaria fortalecida con las balas.

            Varias entidades de nuestro país, destacan por el número de víctimas por innovaciones macabras. Mientras los grupos de narcotraficantes amplían sus ejecuciones y el voraz apetito de ganar nuevas áreas para el trasiego de drogas, la sociedad sufre síndromes postraumáticos y catástrofes personales y/o familiares.

            Cabe apuntar que la inducción al miedo ha instituido una nueva era del culto al poder. El miedo es el día a día de este mundo de trabajo y explotación y sin él no podría existir esta barbarie.

            Tanto el Estado como el “narco” se apropian de una guerra, ¡cada cual su guerra! Ambos se apoderan de territorios, edifican fortificaciones, reclutan ejércitos, instalan campamentos y a las víctimas de su violencia en la coreografía mediática les llaman “daños colaterales”.

            La creación de ejércitos regulares entra en un proceso de especialización donde el reclutamiento ha mantenido la preferencia por los jóvenes soldados, jóvenes-mercenarios y correlativamente por cualquier miembro de la población desempleada (trabajadores rurales y lumpen).

            Existe en el seno de la sociedad un modo de socialización acerca de la naturaleza de la violencia que, se insiste en definir en función de ciertos intereses, una violencia benéfica y otra negativa. La primera bajo el pretexto demagógico se eleva a la altura de una necesidad moral difundir la figura de autoridad de la policía con pasamontañas; en la otra, aunque ligada el código de la venganza, de la violencia irracional, se deja en manos de los involucrados ejecutados.

            La indignación colectiva aun no reúne características de un frente unido, ahora tiene el tono marchito y el espíritu romanizado (recuérdese el gusto de los romanos por los espectáculos sangrientos). Dicha indignación por la inseguridad ciudadana, a veces clama por la protección de un Estado policial y militar pero también denuncia los actos represivos, los excesos y la corrupción de los órganos estatales y, en un proceso contradictorio aplaude la belicosidad de supuestos sicarios buenos que se oponen a dicho poder. Precisamente este es componente explosivo.

            La evolución de la curva de asesinatos abarca cada vez más al grupo poblacional de los jóvenes. Ahora podemos hablar de delincuentes nueva ola, cuya bandera (la violencia) es un hábito arcaico, pragmático y nunca una forma de rebelión.

            Ocurre además, y para ello no tenemos que pedirle permiso a la mayoría de intelectuales universitarios con largos títulos detrás de sus nombres, que la violencia juvenil es norma exclusiva de barrios pobres y pueblos marginados. Es la resultante del choque entre la imagen de un capitalismo tolerante, prometedor de falsa abundancia, y una realidad cotidiana de desempleo, indiferencia, represión y exclusión.

            En esta triste situación cotidiana, se cierne sobre los jóvenes una ratificación institucionalmente festiva: vulnerabilidad y fragilidad van a la alza y esta festividad ratificadora remite a una clasificación ya conocida: la juventud es la categoría social más privada de referencias y anclaje social. La mafia, en cambio, sirve para reforzar el status quo social imperante, o como una vez aclaró Claude Ambroise… “hay un uso político de la delincuencia”.

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